Por Tamara Agnic[1].
Aún no terminan de decantar las repercusiones en torno al caso de los traspasos de dineros desde el Ministerio de Vivienda a fundaciones, a la espera de las investigaciones que están llevando a cabo tanto la Fiscalía como la Contraloría. Pero tal como lo han dicho las propias autoridades, es altamente probable que se esté en presencia de actos que están reñidos con la probidad.
Lamentablemente y una vez más, hemos visto la reacción de una parte de la clase política que explican por qué los partidos y las instituciones de representación tienen la peor evaluación y confianza entre la ciudadanía. En vez de enfrentar la amenaza de la corrupción con altura republicana y con genuino ánimo de corrección del sistema de control y persecución de estas prácticas, estamos presenciando un verdadero festín de acusaciones y aprovechamiento para sacar un rédito de corto plazo.
Y eso es verdaderamente insólito si nos detenemos a pensar que, a estas alturas, prácticamente todos los sectores de la política chilena tienen algún cadáver en el armario. Y no sólo referido a corrupción pura y dura. Hace décadas que hemos sido testigos de cómo instituciones que alguna vez fueron consideradas baluartes éticos, arrastran casos de faltas a la probidad o derechamente de abusos cometidos contra personas o grupos de personas que por lo general son los más vulnerables de nuestra sociedad. Las iglesias, las Fuerzas Armadas, las policías, miembros del Congreso, los partidos políticos, empresas y empresarios han sido protagonistas de algún tipo de escándalo financiero, ético o vinculado a vulneración de los derechos de las personas.
Lo de estos últimos días ha sido asombroso: partidos que han estado involucrados en tramas de corrupción apuntando con el dedo a quienes hoy se ven envueltos en estos hechos, políticos confesos de actos corruptos dando cátedra sobre probidad, periodistas dando garantías sobre no tocar temas incómodos a cambio de entrevistas. ¿Qué nos pasa como país?
Es justo señalar que Chile ha avanzado notablemente en establecer normas y controles para impedir que el Estado y las empresas se conviertan en un paraíso para la defraudación y el crimen organizado. Celebramos la instauración de la responsabilidad penal corporativa, las mayores atribuciones a organismos como la UAF para la detección del lavado de activos, entre otros ajustes legales, pero es evidente que algo falta y que todavía hay espacios por donde se cuelan esquemas impensados por donde la corrupción persiste e insiste.
Es arriesgado decir que existe una corrupción estructural en la política y en las empresas, pero lo cierto es que la sensación es que en vez de ir en retirada avanzamos a la consolidación de un patrón. Es recomendable no escupir al cielo si no se está dispuesto a adoptar todas las medidas para cuidar al poder de la trampa del abuso de ese poder y de la trampa que encierran los incentivos que trae su ejercicio.
La ciudadanía no quiere escuchar a nadie prometer que va a “terminar con la corrupción”; la ciudadanía quiere ver y comprobar que la política efectivamente trabaja para acabar con ella y que todos los demás miembros de la sociedad trabajan colaborativamente en la consecución de dicho objetivo.
[1] Presidenta de ETICOLABORA