¿Qué tiene que ver la ética con la protección de la democracia? Mucho. Ya pasado el plebiscito acerca de la nueva Constitución, es más necesario que nunca hablar sobre la relevancia de proteger nuestra democracia y la convivencia pacífica como requisitos para alcanzar los acuerdos básicos en torno a nuestros objetivos de desarrollo como país. Más allá del resultado, lo que queda en evidencia es que la democracia requiere un consenso esencial y primordial: la política es necesaria, las instituciones republicanas deben ser preservadas, la actividad pública y privada debe conducirse bajo altos estándares de integridad y que los ciudadanos debemos involucrarnos en los temas país. Esto es un gran imperativo ético.
En el último tiempo, hemos sido testigos de escaramuzas y polémicas, algunas incluso bastante violentas, que evidenciaron cuan crispado y enardecido ha estado el debate político y que hoy nos hace reflexionar en lo frágil que puede llegar a ser nuestro sistema democrático si nos dejamos seducir por polémicas fáciles y espurias.
Ya desde el estallido social y luego con la pandemia, hemos visto cómo la confianza en las instituciones y en las personas ha ido cayendo sistemáticamente, lo cual es signo de cierto deterioro en la estabilidad del sistema político. Hay muchos estudios que así lo reflejan; en la Encuesta Bicentenario de la UC -por citar uno- se vio por ejemplo que la confianza en Carabineros llegaba apenas al 17%, a un 16% en la Convención Constituyente, mismo porcentaje que el Congreso Nacional. Un alarmante 59% de los encuestados consideró que los partidos políticos no son indispensables para gobernar al país, lo cual abre una peligrosa puerta a los liderazgos populistas y antidemocráticos, justo cuando la crispación de los ánimos parece rendir muchos frutos.
Aquí es donde entra la ética a jugar un rol esencial en la protección de la democracia. La tentación de ver enemigos en vez de adversarios, de mirar la política como un asunto maniqueo o de permitir y tolerar conductas violentas e intolerantes en el ejercicio diario del debate político y social, es una transgresión a nuestro deber de comportarnos como ciudadanos éticos. Sí: cada uno de nosotros tenemos una responsabilidad en la defensa del clima de paz, de estabilidad y de progreso que hemos ganado después de años de lucha por recuperar la democracia. Hoy, debiéramos estar ocupados en cómo hacer que las instituciones públicas y privadas sean cada vez más probas, más conscientes de los impactos de su gestión, en cómo impedir el avance de la corrupción, promover la equidad y la justicia social, profundizar un modelo de desarrollo más inclusivo y cuidar las instituciones republicanas.
Las descalificaciones, las agresiones y las posturas absolutas no son viables desde el punto de vista de la responsabilidad que nos atañe como ciudadanos y ciudadanas frente a los desafíos que se abren tras esta elección. La ética no está reservada a seres abstractos, a las autoridades o la élite; por el contrario, debe ser nuestro aporte a un país que tiene demasiados desafíos como para perder el tiempo en violencia o corrupción. La democracia necesita personas éticas, comportándose de manera ética, defendiendo su derecho a vivir en una sociedad ética. Redundante, pero cierto.