Por Ignacio Larraechea Löeser[1]
Con frecuencia se señala que la agenda de equidad de género no avanza lo suficientemente rápido y que el principal obstáculo es la resistencia de nosotros, los hombres, a los profundos cambios que esta agenda trae consigo. Concuerdo con ambas cosas.
Pero también agregaría que la resistencia al cambio, por parte de muchos hombres, tiene un origen más asociado a nuestra debilidad que a un intento deliberado por perpetuar los privilegios de los que nos hemos beneficiado a lo largo de la historia. Somos muchos los hombres que tenemos consciencia de las injusticias propias de una sociedad machista o patriarcal. Muchos somos parejas, hermanos, amigos, padres o abuelos de mujeres que no queremos que sufran la discriminación y mucho menos la violencia de género. Y, sin embargo, seguimos repitiendo conductas misóginas (con frecuencia, sin darnos cuenta), minimizando su gravedad o incluso justificándolas.
Es que, en realidad, a muchos hombres, especialmente cuando superamos los 50 o 60 años, la agenda de género nos resulta a veces inentendible, incomoda o amenazante. Y tal vez por eso a menudo la ignoramos, en algunos casos nos enoja y frecuentemente nos asusta.
Y no estoy hablando aquí de los acosadores o abusadores sexuales, ni de los maltratadores, que (felizmente) hoy es más difícil que gocen de la impunidad que los solía proteger.
Me refiero a una gran mayoría de hombres que experimentamos la incomodidad por la feminización de espacios tradicionalmente masculinos. Hemos debido cambiar nuestro lenguaje misógino, incluyendo nuestras “humoradas” sexistas y nuestros hábitos de “galanes” en conquista permanente. Cada vez más a menudo, sentimos que se nos conmina a cambiar y, en ocasiones, a disculparnos, por conductas que antes eran “normales”. En ocasiones, nos sentimos acusados de ser “cómplices pasivos” de femicidios y otras formas de violencia de género, debido a nuestro silencio. En espacios laborales y sociales, ante la arremetida de mujeres empoderadas y decididas, muchas veces nos sentimos minimizados.
Vivir en mundo de mujeres empoderadas, implica un cambio fundamental en la vida de los hombres. Por de pronto, el rol de liderazgo en cualquiera de los planos de la vida social (familia, trabajo, etc.) progresivamente no va a ser asumido por los hombres por el sólo hecho de serlo. Pero, además, en la medida que las mujeres han ido superando los moldes tradicionales de cómo vivir su feminidad, la expresión de género de los hombres (cómo nos vestimos, cómo nos expresamos, la definición de lo que nos gusta o disgusta, etc.) también se está transformando rápidamente. Ya es familiar ver hombres con aros o con las uñas pintadas, por ejemplo. Hoy un hombre que llora en público es menos probable que reciba una sanción social por ser “poco hombre”.
Simone de Beauvoir decía: “no se nace mujer, se llega a serlo”, aludiendo a los estrechos criterios sociales que fijaban lo “permitido” para una mujer en su época. Hoy también podríamos decir que durante siglos “no se nace hombre, se llega a serlo”, pues el modelo de masculinidad ha sido también estrecho, asociado a la fuerza bruta, a la dominación, a la competencia, al imperio de la razón a costa de suprimir la ternura y la creatividad que también tenemos en esencia.
Lo que nos ha costado entender es que en una sociedad en la que las mujeres son más libres para elegir cómo vivir sus vidas, los hombres probablemente también lo seremos.
[1] Director Ejecutivo ETICOLABORA