Autor: Ignacio Larraechea, Director Ejecutivo de Eticolabora
Muchas empresas (especialmente grandes corporaciones), han asumido una posición de vanguardia en la transición hacia una sociedad menos estratificada, con menores niveles de discriminación, mayor movilidad e integración social . Las políticas de igualdad de género, de respeto a la diversidad, de combate a toda forma de discriminación son cada vez más frecuentes. Así, es probable que muchas/os trabajadoras/es perciban que en su trabajo hay relaciones de mayor horizontalidad y de respeto a la diversidad que en sus propios hogares o en otros espacios de socialización.
Y no se trata sólo de benevolencia o de ética. Hace ya un buen rato que sabemos que la horizontalidad de las relaciones, la inclusión, la integración, están asociadas a un mejor desempeño de las organizaciones, sometidas éstas a grandes exigencias de innovación y de toma de decisiones en contextos de alta complejidad. Hay suficiente evidencia de que, mientras más personas se sientan convocadas a “pensar soluciones” en un plano de igualdad, más probable es que se tomen buenas decisiones y más voluntades se sumen a ponerlas en práctica. Parece obvio, ¿no?
Sin embargo, estas nociones distan aun mucho de ser plenamente aceptadas y puestas en práctica. Nos sigue costando hacer el cambio. Incluso en organizaciones “modernas”, que exhiben con orgullo sus políticas de diversidad e inclusión o códigos de ética que hablan de respeto y justicia, la “vieja cultura” se nos cuela de maneras sutiles y simbólicas.
¿En cuantas de nuestras empresas aun hay “estacionamientos reservados” para los directores o gerentes? ¿sucede aun que los baños de los gerentes son de un estándar distinto? ¿los espacios para almorzar son comunes a todos? ¿no nos encontramos a veces con oficinas de gerentes con el tamaño de 2, 4 o incluso 6 oficinas “del resto”? ¿Cuánta libertad tiene el equipo de RRHH cuando un candidato viene respaldado por un director? ¿hemos notado que los contratistas que ocupan las instalaciones son muchas veces tan “invisibles” que ni siquiera su presencia es advertida o que se les saluda de otra manera? ¿sucede a veces que los trabajadores están celebrando fiestas patrias con empanadas en la mano, mientras los contratistas trabajan casi al lado de la celebración? ¿todavía naturalizamos que a las jefaturas se les deba tratar de “usted” mientras que a los colegas se les tutea?
La lista de casos podría extenderse mucho y probablemente también la de las explicaciones.
Aun así, nuestra impresión es que en estos tiempos de efervescencia social y, sobre todo, de la llegada a las empresas de colaboradores de menos de 35 años, es importante que las organizaciones revisen sus prácticas en este aspecto. Para las nuevas generaciones muchas de estas prácticas son simplemente inaceptables.
Al revisar, seguramente nos encontraremos con que, en la mayoría de los casos, los símbolos de estatus no responden a malas intenciones ni menos a un diseño premeditado. Simplemente están ahí porque nuestra cultura de diversidad es aun débil e incipiente, más allá de lo que nos podemos dar cuenta. Pero cuando nos abrimos a escuchar y vemos que provocan dolor, distancia, sentimientos de injusticia y finalmente, una sensación de ser “ciudadanos de segunda clase”, reaccionamos, corregimos y reparamos.